Enviado: domingo, 2 Feb 2008 11:19:55
Son las siete menos cuarto de la mañana. La radio despertador se activa con un ausente hilo musical, reacción física eficaz: consigo apagarlo al primer alzamiento de brazo. En el entreacto que precede del sueño a la vigilia, recuerdo subconscientemente haber puesto la alarma un cuarto de hora antes de la hora convenida, para negociar con el tiempo breve lapso de reposo previo al inicio del día, ¡úf!.
Me desperezo tras los diez minutos de rigor, estiro músculos, articulaciones y abro los ojos, con lentitud. Descubro un bulto en el colchón superior de la litera, con lo que interpreto que soy el primero en despertar. Poco a poco cobro identidad y recupero la sensación de aplomo que regala una mañana cualquiera tras una noche de breve sueño. Desperezado, aparto la sábana azul que ya apenas sí cubre mis magras carnes, ha sido una noche calurosa, dan fe de ello las sofisticadas arrugas de la cama. Mientras pienso en ésto saco mi flaca pierna derecha, para ingrávida, posarse sobre el frío azulejo del suelo del dormitorio, castigo del invierno, alivio del verano.
Es cuando me alarmo. Abandono la seguridad y calma de mi cama, testigo de secretos de la infancia, de miedos personales y de satisfacciones plenas. He apoyado completamente el pie en el suelo, he apartado con poca convicción la sábana, es en el momento de incorporar mi tronco sobre las huesudas rodillas cuando descubro que no soy el chico que se acostó en ésa cama la noche anterior. En el abultamiento de la camiseta se adivinan dos enormes mamas, dos gigantes tetas presiden mi busto, contra toda ley biológica, carente de cualquier lógica. El miedo congela mis mecánicos actos de la mañana, todo mi mundo sencillo de actos cotidianos recibe una colosal descarga eléctrica plagada de pánico. Me recojo cobardemente en el interior de la cama, me pliego sobre mi cuerpo, adopto posición fetal, tratando de evitar con mis nuevas tetas el contacto fatal, es difícil evadirse de algo tan inmenso y clamoroso. Hay ocasiones en que no me fío ni de mi mismo ni de mis circunstancias. Por ello, recurro a mi cerebro, pienso en trastornos bipolares expresados con tal magnitud de sensación, tal plenitud de sentimiento que consigue crear un campo visual real. Pienso en algún tipo de hormona suministrada de modo capcioso por alguna mano retorcidamente curvada. Pronto lo deshecho, pues queda establecido y clarificado que ningún producto químico u orgánico consiga una mutación tan eficaz y espontánea, en el mínimo espacio de tiempo.
Van pasando los minutos, mi angustia por clarificar tan confuso instante me hace recuperar la cordura propia del asalariado. Pienso en mi trabajo, pienso que ya debía de haber salido de la ducha, pienso que ya debía de disponerme a desayunar, pienso que se resentirá en mi retraso al trabajo todo lo que en poco tiempo acontece en tanta lentitud, es como si los minutos pasaran a tener cuatrocientos segundos, pero inefablemente no dejaran de transcurrir. Pienso en agarrar el tren que me lleve hasta ésa ciudad dormitorio de nueva implantación donde se ubica mi impersonal oficina bancaria. Pienso en la reacción estupefacta de los clientes jubilados, los clientes parados, los clientes autónomos, las clientas ama de casa, del interventor, del cajero, del gestor de PYMES, de la directora, de los chicos del blindado, ante la gloriosa aparición de mis pechos ésta mañana cálida y comprometida. Pienso y pienso pero no reacciono, un mal propio de mi idiosincrasia, pero he de hacerlo.
A pesar del inexorable paso del tiempo, aún no se escucha ruido de vivos en la casa, lo cual incluso en la hora y en la época del año que vivo resulta extraño. En un piso de ochenta metros cuadrados de superficie útil perteneciente a la época del desarrollismo, en una vivienda compartida con mi hermano, mis padres y el galgo. Espío el sonido hasta sentir la espesura del silencio, hasta cerciorarme de la paz en la casa. Salgo de la cama, observo mis tetas tratando de mantener la calma, son de copa bonita, con rosados y generosos pezones y gozan de una capacidad ingrávida no creíble para unos pechos de la talla ciento diez; calculo observando desde una perspectiva nada convencional. Mi hermano sigue descansando, ausente y ajeno a lo que acontece, es el momento de reptar caminando, de arrastrarse en pie hasta el armario con pretencioso tratamiento de madera noble, ése armario poco capaz y de puertas correderas sin garantía de continuidad. Tengo el cuidado de un artificiero para deslizar la hoja de la puerta sobre el impreciso riel, he de evitar que salga de su camino natural y choque estrepitosamente el canto contra el suelo despertando a los durmientes. Conseguido. Me he hecho con algunas prendas, con todo lo necesario para salir del baño cubierto, convenientemente vestido dadas mis orondas circunstancias: calcetines negros, pantalón camel, calzoncillo bóxer de figuras geométricas, camiseta blanca de tirantes, camisa de rayas verticales y color burdeos, jersey de tono ocre, chaqueta deportiva. La dificultad radica en tratar de evitar lo inevitable camuflándolo bajo capas de textil. La dificultad radica en que a pesar de la temprana hora de la mañana, me asusto al verlo, son ya las ocho y dieciséis minutos y el termómetro indica diecinueve grados celsius, y subiendo. Pienso en todo ello, pero en mi retina quedan grabadas las luces rojas que se divisan desde la oscuridad del fondo de la habitación, en el punto donde se confunde suelo y cama, los ojos rojos y luminiscentes, las luciérnagas palpitantes y huérfanas de ciénagas que me observan de la radio despertador avisándome de que son ya las ocho y diecisiete minutos.
Girar el picaporte de latón, girarlo con la justa levedad y la rotunda seguridad que deshaga mi discreción y firmeza a la hora de salir de la habitación oscura, sintiendo cada chasquido interior de pequeños muelles y resortes que abrirán mi paso. Puedo prescindir del desayuno, para agilizar la llegada al trabajo, no puedo prescindir de pasar por el baño, necesito verme, asearme y creer lo que veo. Puedo prescindir del tren, para agilizar mi llegada, no puedo prescindir de llegar a mi oficina, mis clientes me reclaman, mi equipo me demanda, mi jefa me exige… pero mi salud, sino física al menos síquica reclama ayuda o consejo facultativo, con lo cual, resuelvo que puedo prescindir de la oficina y dirigir mis pasos al Centro de Salud. Urgencias, por supuesto. Noto la pequeña descarga de adrenalina que genera el mero hecho de decidir, percibo la sensación cuando mis rígidos músculos se relajan ante la posibilidad de evitar aparecer por la oficina, breve periodo de relajación, puesto que mi situación no ha variado en absoluto y continúo con una preocupación doble pendiente de mi busto, pesada, abultada y nada golosa carga.
Consigo hacer que la puerta bascule sobre las bisagras, nunca imaginé que un acto tan sencillo quebrara de ésta forma el relativo silencio de un alba de verano. Me asomo al largo pasillo en el que desemboca el dormitorio y galería que he de atravesar en mi afanoso camino hasta el cuarto de baño. ¡Maldita sea la fidelidad de los perros!.
Sabedor de que soy el primero en amanecer tiene la costumbre de hacer guardias y custodiar la puerta de mi dormitorio cada noche, con el propósito de darme los buenos días antes de nuestro paseo matutino. Hoy está excitado, pues su vejiga sigue los usos horarios de la casa y parece ser que su capacidad de seguridad ha sido plenamente superada. No hay más que sentir el frío húmedo pis que descansa bajo mis pies. Cronológicamente se diría que no lleva ahí mas de media hora, suficiente tiempo para desencadenar otra pequeña serie de catástrofes con dificultad añadida, pues si he decidido ausentarme de mi puesto de trabajo por razones médicas, debo decidir que hacer con el perro, que voltea el rabo frenéticamente, lame mis piernas y trata de abortar alaridos de satisfacción. Su grado de excitación hace que vuelva a orinar descontroladamente, como sus desacompasados movimientos de extremidades traseras, me moja, moja las paredes, los rodapiés, parte de los flecos de la alfombra, lo cubre todo de amoniaco. Mis manos buscan su cabeza, que desea el contacto, pero evita permanecer quieta, a base de espasmos nerviosos. He conseguido que no ladre, no emita sonido alguno, somos viejos camaradas y no podemos delatarnos. Algo altera su frenético estado de nervios, no es mi mano prensil en su hocico, es más bien el suave contacto lacto materno que le proporcionan mis tetas, no se me puede olvidar que es mamífero. Descubro la complicidad labrada en años de paseos oscuros, fríos e íntimos por el parque al entrever una expresión de sorpresa en la mirada, hasta el punto en que la mirada de un perro se puede identificar, se puede interpretar. Si, tengo dos problemas y no quiero añadir más. Lo agarro de su correa, sabe que necesito su colaboración, le encierro en la terraza de la cocina, rasca la puerta de cristal, al menos no arroja mas que un leve sonido agudo que no trascenderá de la cocina. He cogido la fregona y me dispongo a eliminar pruebas de lo desordenado de la mañana, somos viejos camaradas y no podemos delatarnos, ay. He logrado eliminar todo lo que el amanecer me permitía ver, no he podido encender la luz para evitar el riesgo de llamar la atención, he conseguido volver a centrarme para hallar una solución normal a una situación anormal. Luz blanca de cuarto de baño recubierto de azulejos claros con motivos vegetales, simétricos entre ellos, hacen que el blanco poder de la luz fluorescente se multiplique en mis fotosensibles pupilas de la mañana. El espacio va tomando forma dentro de mi cerebro, mientras los ojos se habitúan al efecto luminoso, la blancura del baño, los sanitarios, la bañera, las toallas colgadas, se diría que entras en una dimensión celestial cuando accedes al baño de no ser fruto más bien de una maldición gitana el estado en que me encuentro. Apago el teléfono móvil, trato de evitar que desde el trabajo intenten contactar conmigo, francamente, no me encuentro en disposición de mantener ninguna conversación con mis compañeros o compañeras, es mejor que ordene mi entorno y más tarde proceda a dar explicaciones.
La imagen sería fastuosa de no formar parte de un problema personal. He decidido huir del espejo hasta haber desnudado completamente mi cuerpo, no quiero que ningún elemento se interponga entre mi persona y la imagen reflejada. Nada puede contaminar mi necesidad de averiguar. Como digo, la imagen es espectacular, pues mi delgadez insinúa unas piernas que convenientemente depiladas podían pertenecer perfectamente a una sofisticada y bella mujer. Afortunadamente veo que mi pene y el vello genital ocupan los lugares que les fueron asignados tras mi concepción. Es entonces cuando descubro que el hecho de cargar mamas no afecta a mi inclinación sexual, me sigo considerando heterosexual, con tendencia al desorden y a la promiscuidad, mis órganos sexuales no han sido modificados en ésta insidiosa metamorfosis de desconocido origen y final incierto. Ellas siguen ahí, imperturbables, con sus pezones encañonándome la mirada, como dos enormes vigías a la espera de una reacción. Alzo la mirada y descubro unos ojos aterrados que me contemplan, esta claro que el efecto es demoledor, visualmente, soy yo, es mi rostro. No tengo un enorme tumor exterior que altere de modo monstruoso mi físico y comprometa mi salud y vida, no tengo una reacción cutánea de extraño origen que cubra cada poro de mi piel, no sufro de deformaciones propias de alguna enfermedad erradicada o focalizada en exóticos lugares. Tengo tetas. Son bonitas, son la formalización de fantasías oníricas propias de una mente que invierte gran parte de su tiempo y energías en elucubraciones de origen, desarrollo y desenlace sexual. ¿ Es acaso un castigo bíblico por tan silenciosa y obscena conducta? Lo descarto. Mi escasa fe en elementos religiosos hace que la teoría se diluya en el magma de mi cerebro. Son realmente bellas y lamento no haberme encontrado con ellas en otra situación, además, deseo no ser el foco de atención de cada zanja que los abnegados albañiles laceran en mi urbe.
Son hermosas, rosadas, de piel pálida y voluptuosas, llenan todo el espacio de mi tórax, redundan formas curvadas y redondas. Consistencia visual no exenta de masa y peso, las siento como algo propio que pende de mí. Me he atrevido a explorarlas, a palparlas más con ánimo científico que lascivo, por motivos que huelga repetir. Sedoso tacto, ninguna imperfección en las colinas de la fecundidad, anomalías ausentes en el estudio geográfico a pequeña escala. Los afilados exploradores, en que se han convertido mis dedos recorren centímetro a centímetro tan majestuosa oda a lo excesivo, desde el ángulo inferior sobre el que reposan, pasando por la ascendente línea que me conduce al pezón, a cada uno de ellos, los cuales, al sentir no mi tacto, sino el inmediato contacto debido a mi proximidad de forma grosera manifiestan una erección propia de otras circunstancias, han multiplicado exponencialmente el tamaño y paralelamente se han endurecido como el cuarzo. Estoy sintiendo fisiológicamente una excitación normal, buscando en los archivos de la memoria sensorial recuerdo que aunque la reacción más delatadora en los hombres ante una excitación de origen sexual se da en la cintura, los pezones si son fuente de excitación masculina, trato de aclarar a modo de debate interior. Sigue pasando el tiempo y escucho el sonido del reloj del pasillo, que con melodía ácida me avisa de que son las nueve menos cuarto de la mañana. Escucho algo parecido a la voz de mi madre a través de la puerta del baño, una voz susurrante, indagadora y tensa, propia de madre. No consigo descifrar lo que musita, me ocupo de finalizar.
Ducha urgente, previendo que el vestir me va a llevar más tiempo, consigo crear un armazón textil que disimula en cierto modo mi nuevo perfil. Silencio en el exterior, el sonido de la puerta del dormitorio materno al cerrarse advierte que es el momento. Agarro las llaves del coche y me desplazo por la casa, aun entre tinieblas, como un lince, atento y silencioso, evitando muebles que saboteen mi discreta huida con un inoportuno y duro golpe en mis espinillas. En el rellano de la escalera se siente el vacío matinal, noto el calor de la mañana con el peso de la ropa, salgo, llamo tanto al montacargas como al ascensor, tengo prisa por refugiarme en el habitáculo del coche. Piso nueve, diez, once, doce, trece, por fin un sonido ronco me informa de la llegada del montacargas y antes de que se abran las puertas eléctricas interiores, escucho el seco y grave ruido de la cerradura desperezándose desde el interior de la casa de mis vecinos, los asturianos, sin hijos, gente muy trabajadora, seria y aplicada. Queda como testigo de mi apresurada fuga el balanceo de la puerta que comunica el rellano del piso con las escaleras. Evito todo contacto humano. Bajo de modo compulsivo los escalones, como un delincuente, como un cobarde, con acompasados saltos me descubro en la planta cuatro, tres, salto hasta la dos, llego a la primera y aminoro. Escucho el palpitar de mis constantes vitales en las sienes, en la portería alguien está hablando con la portera, desde mi posición puedo ver el cubo de la fregona. Aunque no tengo tiempo para escuchar la conversación, oigo algo relacionado con la reforma de la fachada del edificio, sobre el andamio y los plazos de finalización. Está vacía, nadie. Salgo, vuelvo al montacargas, acciono la llave que da acceso a la planta del sótano. Llego hasta el garaje, empujo la pesada puerta de chapa y en la penumbra adivino la silueta del coche. Presiono el mando de apertura de las puertas, el destello de los intermitentes me saluda en la oscuridad diáfana del garaje, abro la puerta y me introduzco subrepticiamente en el habitáculo rápidamente, cerrando la puerta lo más velozmente posible, para evitar el haz de luz de la lámpara interior, nada tiene que delatarme. Exhalo aire, escucho mi respiración y noto un amago de llanto que mi voluntad de resolución ahoga con el sonido del motor. La llave gira en el bombín, el motor de arranque suena y el coche responde a la primera, con un agudo pitido. Un icono naranja me informa que la máquina se encuentra en reserva de combustible. Otro problema más, pero el Centro de Salud se encuentra cerca, pienso. Emboco la rampa, la pesada puerta se alza sobre mí, mientras los primeros rayos de luz toman posesión de la ciudad, destellos luminiscentes en tonos atornasolados saludan mi rojiza mirada desde el capó del coche, como un encuentro onírico con nerviosas hadas revoloteando ante mi presencia, es una imagen que aturde y la evito bajando la visera provista de espejo. Dudo entre cuál de las dos visiones me alteran más en este momento. Mientras la puerta azul malva sigue ascendiendo en paralelo al techo. Engrano la primera velocidad, pesadamente el vehículo gana la rampa, se alza como un cetáceo sobre su panza y el sol me ciega por segundos. Cuando el coche ha abandonado el desnivel quedo estupefacto.
En la calle, algo ocurre, un silencio en suspensión lo envuelve todo, una pesada carga de paz innecesaria. Lo primero que extraño es el ruido de la vida, los cláxones, voces de niños, el tráfico, las conversaciones. No encuentro nada de eso, por el contrario, en mi lento avanzar tan sólo observo periódicos por el suelo, volando con la poca voluntad de vuelo que puede haber en una mañana de verano, documentos e incluso pequeñas montañas de basura, hay coches cubriendo la calle, sin conductores, sonido de inactividad fabril, descanso de actividad febril. Empiezo a sentir que empequeñezco de pavor ante los acontecimientos que mi mirada captura, siento la gravedad del silencio de los ruidos que en la cotidianidad de una mañana deberían rodearme la cabeza. Siento miedo, de nuevo el miedo se apodera de mí. Es un sentimiento que me hace agudizar mis reflejos, mi mirada advierte mayor información, mi oído detecta sonidos imperceptibles en estado de reposo, mi nariz huele el pánico, mis nervios se tensan hasta hacer ruido. Tengo auténtico miedo, si bien antes tuve temor por mi persona, ahora estoy abocado a un miedo inconmensurable, enorme e inabarcable, pues no es algo propio y personal, es una sensación de pérdida de control del entorno inmediato, trasciende de mi individuo. Pero, tras tragar la amarga bilis del terror decido darle el suficiente poder al pánico para evitar quedar paralizado como un ciervo sin escatimar atención, para descubrir qué demonios ha ocurrido en mi ausencia que ha hecho que mi vida se desequilibre hasta tal punto que me haga dudar de mi cordura. Mis ojos buscan e indagan, pretenden respuesta y barro las calles, las fachadas desnudas de los edificios huecos, mi oído alerta, mi sentimiento a flor de piel; me siento en la obligación de descubrir la verdad. He avanzado sólo unos pocos metros, apenas dos manzanas, no detecto presencia humana ni actividad que me hable de ello, observo el parque donde los pájaros con descaro toman posesión de praderas y ramas, su rugiente piar rompe la espesura de ésta maldita calma. Posiblemente ellos también sientan la ausencia de personas y se consideren seguros, al contrario que yo. Al final decido abandonar el vehículo, abro la puerta y noto la mixtura de ambos ambientes, apenas hay diferencia entre la pesadez del habitáculo del coche y el aire exterior, decido contaminar mis pulmones con humo de tabaco, para poner una nota discordante en tan pesada situación. Cierro la puerta del coche preguntándome a qué obedece ése gesto, escucho el grave sonido que quiebra el silencio, silencio que administran los pájaros de la urbe.
Pero no estoy solo, siento presencias que si bien no se manifiestan a través de ruidos, mi instinto afilado me comunica que están ahí. He tirado el cigarro sin consumir, me he ajustado el cinturón y me dispongo a andar con aplomo, con seguridad. Hasta que siento el desplazamiento vertical de mi hermosa protuberancia mamaria, me corta un poco, pero ahora ya no es la principal fuente de desasosiego, mi angustia se refleja en mi soledad. He pensado que lo más inteligente es regresar a la casa y ver a mi familia, me consta que dormitaban cuando yo abandoné la casa, han de estar allí. Al girar la esquina de la tintorería con el garaje, puedo verlos…. son pequeños grupos de personas que en la distancia y sin detectar mi presencia se encuentran hablando airadamente, discutiendo. Quietud y tensión, es como si nada funcionase y todo estuviera alborotado, las gentes están agrupadas en formaciones de cuatro o cinco individuos, algunos más allá vagan por las calles o conversan, otros reflexionan en las esquinas mesándose la melena, acariciándose la barbilla e incluso hablando solos. Dudo en la conveniencia o no de propiciar un encuentro, dudo de todo. No tardo en comprobar que todos los grupos tienen algo en común: lo forman hombres, nada más que hombres. De diversas edades y condición, sólo chicos. No veo a ninguna mujer, aunque haciendo memoria recuerdo haber oído a mi portera hablando con otra vecina. No las vi, pero las sentí y conozco a mi portera lo suficiente como para reconocer su ronca voz, supongo que castigada tras años y años inhalando potentes desinfectantes. Los hombres que veo, me proporcionan inquietud, por el hecho de encontrármelos, por la situación en que me encuentro, si bien detecto que todos ellos tienen un abultado y femenino pecho, en relación a su edad o fisonomía. Hay viejos, niños, jóvenes, señores, todos tenemos esa mañana algo en común, noto que han tratado de huir de dicha imagen disfrazándose de diferentes modos, unos mas hábiles y otros mas acelerados, unos mas naturales, otros mas ocultos. Siento el alivio en sus despejadas frentes, las sonrisas nerviosas y los leves palmeos en las espaldas de unos y otros. Yo mismo noto cómo mis enormes gotas de sudor se han convertido en un brillo frío de mi piel, mi corazón late a ritmo más relajado, la respiración se ralentiza. Me dirijo a ellos.
Son las siete menos cuarto de la mañana. La radio despertador se activa con un ausente hilo musical, reacción física eficaz: consigo apagarlo al primer alzamiento de brazo. En el entreacto que precede del sueño a la vigilia, recuerdo subconscientemente haber puesto la alarma un cuarto de hora antes de la hora convenida, para negociar con el tiempo breve lapso, pero en este caso no negociaré. Todo lo que he vivido desde el momento que perdí la razón y me adentré en el espumoso y a veces sórdido mundo de los sueños, me hace reflexionar acerca de lo agradecido que estoy por ver que mi problema no es único, por la solidaridad mostrada. Sin embargo, me siento mal, ya que contemplo con estupor y palpitaciones lo vulnerable que soy cuando estoy solo, pues no recuerdo haber experimentado una sensación de hiperrealismo con trazas oníricas tan poderosas nunca antes, reconozco la cobardía del individuo que en la soledad siente el abismo, reconozco lo miserable del individuo que cuando socializa un problema deja de sentirlo propio, empiezo a sentir verdadero pánico por la manera en que me reconozco a través de mi subconsciente. > > > 70Kilos257Gramos> > 18012008
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